Como minina que lenta se despereza,
te encuentro en tu cubil,
tendida en los repechos.
Preciosa guarida
donde contemplo extasiado
cada uno de tus gestos,
tu sonrisa,
tu mirar dulcísimo de niña;
que, desde aquel día,
enciende esta hoguera
en donde se incendia el alma
con dichosa agonía.
Se ha asomado
un tenue sol vespertino
al cielo, aterido de frío;
se tiñen las nubes
de preciosos carmesíes;
mas, no compiten
con el sol que, gracias a ti,
lumina y calienta esplendoroso
los locos horizontes del corazón.
Cual tibios reflejos de sol
llegaste a mí, este frío invierno,
¡oh, minina de mis ansias . . .!
qué dulce tormento
contemplar
tus pausados movimientos
de felina,
tus amadas contorsiones
para mirar,
y quemar,
en el fuego de mi sangre,
inmóvil,
estas ansias hambrientas
de abrazarte,
de morder tu boca
desesperado
hasta saciar mi
interminable sed de hombre.
Hube de irme callado
hecho un bonzo por dentro,
conteniendo a pulso firme
mis viriles instintos.
Al pasar, se quedaron contigo
mis abrazos,
un beso;
y tú,
mórbida, selena,
acariciarías con la miel
de tu mirada,
esta herida abierta del alma
que no tiene ya,
cuando sanar . . .!
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