Nunca nos damos cuenta.
A los lejos, ladran los perros,
cuando la noche siega sus luces
y en las rúas desoladas
árboles quietos
se estremecen en las sombras.
Un ruido pequeño en los negros profundos
delatan las hambres del mal...
Hacen sus rondas de mal designio
acariciando viejas heridas,
amargos rencores
de razones ya olvidadas.
Encorvados acechan
el momento de descuido;
esperan camuflados
en fotos, cuadros,
adornos inocentes
de criaturas adorables;
en leyendas cálidas con frases de amor
que ornan el hogar;
allí esperan transparentes
a ser conjuradas por el mirar furtivo,
justo cuando el alma dolida
se rebele contra la mansedumbre
y anhele por un instante
el gozo inicuo del mayor de los males.
El fulgor de ira en la mirada,
esa injusticia que nos duele
pero que preferimos mantener callada.
Su sevicia, entonces, contacta nuestro dolor
y accede punzante a su sol de victoria,
como puñal clavado
en lo hondo del corazón.
Volvémonos entonces, por nuestros
propios labios y manos,
victimarios y víctimas;
contestatarios absurdos
de todo lo razonable;
cabalgamos enloquecidos
a tergiversar perpetuos todo lo actuado,
envileciendo con saña
los sagrados actos de amor.
Los males crecen y se multiplican
cuando el agotamiento nos hace desfallecer
y reina la ponzoña como sibilina paz;
el silencio hace que advirtamos en una imagen
esa sombra inexplicable,
sin razón aparente de ser...
El alma se sobrecoge
ante la presencia del mal,
el presagio de infortunio es inminente; mas,
decidimos ignorar con inocente carcajada
el chauvinismo ridículo,
de las ansias enfermas del maldito satanás.
Para entonces, ya es tarde,
se ha cerrado todo,
y no hay ni luz ni entendimiento;
se desatan los venablos envenenados
y solo el odio torvo reinará por siempre
la demente oscuridad;
su violencia,
su inquina malévola y feraz.
Las traiciones esperan su turno,
las mentiras florecen y ascienden
con cínica soberbia
a victimizar al victimario;
a transfigurar el rostro demoníaco
en la sonrisa afable,
mirada clara y compasiva
incapaz de hacernos ningún mal.
El triunfo nadie lo sabe,
sólo nosotros que nos hundimos aterrados
viendo en sus pupilas fementidas
aquellos a quienes cegó de la vida,
y que nunca más hablarán.
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